Hace años atrás, en los años noventa, me metí con un amigo en un supermercado con una cámara analógica. Lleguemos a la sección de droguería, y le dije que se fuese al fondo del pasillo para hacerle una fotografía junto el colorido de cubos de fregar, bidones de pintura, y demás colorido de plástico. Vinieron dos gorilas disfrazados de guardias de seguridad junto con un encargado (imaginé). Me dijeron que les diera el carrete. Por supuesto me negué. Nos pidieron el DNI, por aquella época la fotografía podía tener cierto poder en cada imagen. Temían el espionaje comercial.
Ahora la fotografía, también llamada como Posfotografía, se ha convertido en un medio comunicativo. En un medio conversacional. Puedes llevar tu móvil a un supermercado y hacer fotografías de manera que puedas mostrar un producto u otro, según sea lo que deseas realmente o el interesado desde casa. Se hacen selfies, se hacen fotos de brindis, los cuerpos se posturean en las redes sociales. Ahora la fotografía ha perdido la magia del cuarto oscuro, y ha sido sustituida por filtros y demás efectos en pleno auge de la fotografía digital. A la que llaman Posfotografía. Ahora la fotografía se muestra para mostrar lo bello, lo feo, lo gracioso, la fanfarronería, y un larguísimo etcétera. El arte fotográfico ha pasado a ser parte de la tecnología del algoritmo y puedes hacer efectos que antes costaban un trabajo laboriosamente arduo. La Posfotografía se ha convertido en conversacional. Y ahora los proyectores de cine son digitales. Las cámaras en el cine son digitales. Eso, y el avance actual del cryptoarte, es como un comienzo de banalidad para tiempos futuros en el que fotografiar es algo normal. Un medio comunicativo. Como la poesía, y la literatura en general. O el hecho de comunicarse por mediación de whatsapp o ser un grabador de vídeos reels, o una bitácora visual como instagramer.