Holocausto X Holocausto suman dos Holocaustos

Te busqué en las plazas, en las avenidas, en las callejuelas, en los arrabales, en los bares de carretera, en los confortables hogares de la Navidad y recorrí el invierno de Europa con mi miseria ciega en la mirada desnuda plagada de primaveras rotas tan salvajes de total y verde sueño bucolicida. Busqué, busqué y busqué. Y te encontré en una librería de viejo que regentaba un viejo judío de San Petersburgo. Estaba él en Nueva York, se exilió cuando Stalin aborreció la luna de los cinco mil quinientos años. Te busqué por si estabas entre los trigales como una amapola sola y roja, furtiva de espiga. Te busqué porque me lo pedía la sangre. Pero yo ya no soy yo, y mi mente no es ya mi mente. Pero te sigo buscando. Entre la paz de las cuevas, en los ecos que ellas acunan, en los arrullos de madres negras en el Caribe, en las nanas lloronas fúnebres y en los chascarrillos de alcaloide. Indagué en la semilla que se abre de azules verdades dosificada con la paciencia de un poco a poco de tortuga centenaria. Vine aquí porque no me dabas miedo, y no temblaba al mirarte a los ojos. Pero una noche, entre el eclipse solar y después el lunar, intuí la rosa espinosa de tu sangre y comprendí que eras buena pero asesina. Me despierto en el amanecer sin dueño. Crucé a nado hasta arribar a promontorios, buceé entre arrecifes de coral amputado, a cimas donde el mar carece de sentido alguno. Las patrias hacen cosas estúpidas por un terruño, al igual que todo el mundo hace lo que está de moda, porque el mundo es mundo, aunque los hombres inserten fronteras en los mapas mudos. Pero un jabalí solitario recorrió los polígonos atraído por el olor a carne de los mataderos. La carne era de cerdo, un pariente lejano suyo quiso ser escribano del rey Salomón, pero él sí le dio un bocado al animal mortificado por matarifes sin escrúpulos. Aunque otorongo no coma otorongo, un planeta es una minucia entre las ocho galaxias del vértigo asfixiante. Te busqué por todas partes y, cuando te encontré, solo quedaba tu aroma en las almohadas del recuerdo, en la negrura de la mugre, en la plegaria de la toxina. La nostalgia me trajo a este lugar, el cerdo era yo, sí, que se comieron mi nuclear parentesco al igual que a mi familia los mataron con monóxido de carbono. Cerdo fui porque todo en mí valía, hasta mis andares gustaban. Pero hicieron chorizos conmigo, me proclamaron como la manteca reina de las tostadas quemadas. Las bellotas que no comí las sustituyeron por pienso compuesto. Dos cerdos partieron la gallina con la boca, el cerdo apestaba dijo un tal David que ni es rey ni comprende la dejadez del depresivo. Pero el mal olor está en todas partes. También en los pensamientos, en la manera de hablar y en los alientos. Y en las guerras no hay tierras prometidas, si acaso hubiera algo, serían ruinas y muerte como futuro. Porque la tierra es un préstamo que heredan los niños cuando son hombres. Las mujeres dan a luz en los episodios de entreguerras y agonizan en el crudo cordón umbilical que es vida y muerte desde hace ya setenta años, y los hombres eyaculan su rabia en la tableta de asfalto y grava que colonizan y empujan hasta dejar fragmentos de olvido. Hasta empequeñecerlos como si no fueran hombres atormentados por la lluvia de ranas en Tierra Santa. Una tierra sin Dios es un mundo repleto de verdad. Repletito de verdad.