Los hombres sin infancia

Si tú crees que eres un inútil ahora puedes aprovecharlo, ten calma y paciencia, el algoritmo te dará aquello que no necesitas. Pero tú creerás ciegamente que lo necesitas. Si lo que quieres es ser un buen músico, un poeta o un fotógrafo ahora puedes proclamarte como artista. La vida pasa mientras que cuando tenías las manos sucias tocabas la abundante vainilla de los helados con bizcochuelo de cucurucho. Comías con esas manos palomitas de maíz y te chupabas los dedos. Estabas inmunizado al veneno, al amoniaco, y al salfuman. La Navidad llegaba con sus luces de colores, y en noviembre ya llevabas abrigo. A casa, de vuelta a casa, ya pasaron los Reyes Magos y la ilusión era una schweppes de limón. Burbujeante, efervescente y en ella ocultabas un mal recuerdo. La verdadera libertad era el huerto de mi padre. A mi padre se le ocurrió la idea. Juntó una cuadrilla de hombres y se pusieron a limpiar aquel fangoso trozo de tierra. Quedó como una huerta con acequias de regadío. Era perfecto. Mi padre iba vendiendo trozos de huerto pues era tierra fértil y nunca optaron por el barbecho. Mi pregunta es la siguiente: —¿hubiera podido realizar esa ardua tarea la Inteligencia Artificial de los robots, de las máquinas con programación numérica, hubieran podido? La respuesta es No. Pero un No tajante. Pasa la vida y pasa la gloria, y ves que de tu obra no queda ni la memoria. Aquellos hombres, murcianos, castellanomanchegos y andaluces lograron la proeza del cultivo en tierra fértil. Sólo temían las heladas del invierno. Yo comía habas crudas y era feliz. Mi campana de cristal era un secreto que yo mismo desconocía. Una vez me traje a casa un nido de arañas en los calcetines enganchado. Me picaron avispas. En la acequia principal, la que abastecía a todo los huertos de la explanada, jugábamos mi hermano y yo con barquillos de caña verde. Cañas que servían de lindes y estaban próximas al riachuelo. El agua era abundante. Me acuerdo que mi padre compraba estiércol de caballo. Allí, en esos momentos, yo era un salvaje y era el niño màs libre de la tierra. Recuerdo a mi tío Manolo, a mi otro tío Pepe, a los hermanos manchegos, y los naipes mal impresos. Esa era mi infancia. Un huerto con un sistema de regadío que parecía una voluntad de agua. El misterio de la siembra y el milagro de la cosecha. Yo era una personita pícara que ni pensaba ni intuía, solamente jugaba como en un recreo de campesinos de fines de semana y los días corrientes trabajaban el metal. La siderúrgica manera entre el hierro colado y el cobre, entre los cañaverales y las acequias. La prisa vegetal de los domingos. No era una vida ostentosa. Mi padre siempre fue humilde. Una cuadrilla de hombres trabajaban la tierra, ponían trampas para los que se comían el grano, eran hombres que empezaban a respirar en la transición. Eran hombres sin infancia reconocida y reconocible. Eran jornaleros desde niños pequeños.

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