Un tanto de menguante mortaja ¿porqué escribimos poemas?

Escribimos poesía porque somos conspiradores de las palabras. Somos los saboteadores de los déspotas y de los malvados. Los locos nos marchamos cada uno por su sitio en busca de un pájaro que nos vuele en el alma. Conspiramos con la palabra porque sólo tienen la razón de la inocencia. La inocencia que no podemos perder, porque la necesitamos para soñar como niños en los vestigios de una mamífera quimera sagrada. Somos principio, y cuando asaltamos a la noche a ella no le importa porque es toda obscura y enorme, abismal, e íntegra, visceral y desangrada. Los poetas acabamos con la poesía entre emoción y sorpresa, porque seguimos y continuamos siendo niños que se afeitan y se irritan el instinto, la hemorragia va camino del coágulo, y cuando la sangre deja de ser líquida es forma de lapidaria presencia. Se hacen bicarbonato las palabras sucias de lamento, de realidad vertical, del latido que subyace vacío de efímero pasado mañana. Porque ¿tenemos que lamentar tanto, tanto y tanto los poetas? ¿Por qué tanto discurso estéril del que remitimos la idea. Lamentamos con las palabras las leguas y leguas que caminamos sin darnos cuenta. Nos acomodamos al olvido después de acordarse de nosotros la muerte que nos borra el pulso, que nos cincela el nombre y el apellido y dos fechas que son intervalo que aspira e inspira. Tantas veces he pecado que no soy nadie sin mi ADN que me aproxima a toda mi identidad. Mi identidad hecha pedazos, añicos de parentesco, porque no soy el óxido anaranjado de la fecha de la cita con la conspiración en secreto de las palabras burbujeantes. Estoy debajo de los muros de mi derrota, no soy un ganador aunque sea dueño de mí sí y de mi no. Creo que voy a perder la cabeza ocho veces al día. Soy la abnegada devoción devastada. Soy el único ser que es todos los seres porque la empatía se lo permite.

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