
Hoy me fumamaría un paquete, o tal vez dos. Pero no lo hago porque decepcionaría a algunas personas. Y porque me quiero. Me quiero un poco, tampoco tengo demasiado ego. Pero si no decepcionara a gente me fumaba gustoso un paquete de tabaco. El tabaco dentro de la literatura y en el arte en especial tiene cierta influencia como característica del artista singular y con cierto atractivo. Yo cuando veo una película y veo a gente que fuma me dan ciertas ganas de comprarme una cajetilla. Pero prefiero no hacerlo. Ya tengo una edad que es mejor que deje el tabaco. Cuando le diga a mi psiquiatra que llevo tres meses sin fumar se pondrá contento, y me dará ánimos positivistas. El tabaco tiene una particularidad con otras drogas que he probado. Y es que me gusta. Su sabor, sobre todo el mentolado, me fascina. Más bien me fascinaba. Y si no fuera porque daría un paso marcha atrás de gigante volvería a fumar y envolverme de humo molesto para tanta gente que lo odia. El tabaco es perjudicial; ayer viendo una película llamada Smoke de un guión en el que interviene Paul Auster y se puede ver en castellano por YouTube, casi todo el mundo fuma. Y en otra película llamada Wonder Boys (“chicos prodigiosos” traducida de mala manera en castellano). Aunque yo no sea ninguna lumbrera en inglés. En esta película se fuma mucho, y no sólo tabaco. En fin, que ejercer de fumador fue una locura que cometí con tan sólo doce años, precoz en el tabaquismo, y renegado tardío. Pero recaigo en el tópico de nunca es tarde si la dicha es buena.