
Esta vida tiene un lamento perpetuo en los promontorios que se hunden en la bancarrota de la mar cansada. Las bahías no pretenden que nadie las cruce a nado, sin embargo, el lamento es tan acuciante que los días se convierten en plegarias que reparten la hojarasca entre el verano y el otoño, y nada, absolutamente nada, es justo si el dolor se repite dos veces. Porque repetir un dolor dos veces es naufragar para el hundimiento. La injusticia es tan absoluta a ratos que no podemos seguir respirando oxígeno. Y respiramos un aire sólido como un obituario de desastre que se solidifica como las bocanadas de hierro de candados que se atragantan calientes. La angustia es tan pesada como un camino descalzo por la vida. No volveremos a ser felices del todo de un pasado hasta acá. Volveremos la vista atrás y nos dolerá el escenario de negrura que dejamos postrado en el recuerdo. La injusticia es absoluta, pero más absoluta es la muerte de campanas delirantes que no nos compadece. Porque la miseria es un remilgado sollozo de plomo desgarrador que te asola y te quita el magin de por vida. Un delito sin tregua es la muerte que nos persigue. Nos quemamos las vísceras y las carnes y no hay un nuevo sol que dignifique y todo es sombra en la oscura melancolía de la nostalgia fría. Todo vuelve a repetirse, cinco, diez, cien, mil veces. Todo vuelve a edificarse como naipes en la ventisca y se desmoronan todos de una manera tan fácil que los pensamientos duelen de miedo febril. La soledad no es un plato de buen guiso, ni de buen degustador. No hay quien pruebe la sopa gris espesa de la muerte en los prolegómenos de la vida que para todos arrasa.