Miedo al vértigo

Por fuera soy casi blanco, y adentro, en mis adentros, tan negro… Tan negro que me corroe la sangre en un estremecido escalofrío que suda heladas ensoñaciones marchitas. Mi vértigo mira desde la cima de los puentes. Y cabizbajo sonrío a la plañidera. A la vieja plañidera toda seria, que sabe de mí ruina cuarteada, me niega la sonrisa con un gesto de desaprobación. Yo no soy blanco del todo, ni soy cristiano viejo, aunque tengo la escala de los latidos igual que un escocés errante. Yo no me pongo camisas de franela porque me pican en las casualidades. La heladería calentorra se derrite de orgullo congelado. Los chicles se reblandecen como salivajos de baba en verano. Las cáscaras de pipas en el suelo y los kikos que se mezclan con los gusanillos de maíz y esa es la costumbre que adopté de los limones del amarillo al verde. Del verde al azul. Y del azul al negro. Tengo miedo al vértigo de las calles y las plazuelas. Me atormentan los reflejos de los cristales en los escaparates. Soy un poeta ungido en el agrio de los lactantes eructos que anuncian la melodía extinta de los secretos nocturnos. Una vez tuve unos cuentos resumidos de clásicos libritos de iniciación al desasosiego. No me atrevía a leerlos. Porque resumían la verdad a medias de los dedos que acarician el secreto mortecino de los pecados del duelo mojado. No quiero ser de mantequilla, tampoco quiero ser amapola colorada, quiero ser hierro de colado fuego candente. Quiero ser sacrosanta bendición sin quererlo. Quiero presagiar la noche y verla en un clima de tortuoso calor de fiebre rojiza. Un préstamo al cielo me proyecta como un sol, pequeño de negrura. Soy la voluntad apagada de las volteretas a cierta edad ya madura. Parten la espalda y se reñían los arrumacos ciegos en el latente sexo de tu púrpura carne. Un olor a hembra y yegua salvaje me enamora por entero. Y erecto como un caracol completo soñaba con tu almizcle de mujer penetrada.

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