Cuarenta y ocho

A mis 48 años estoy adentrándome en un sótano obscuro donde guardan barriles de amontillado. Estoy deseoso de que mis padres vivan. De que vivan la vida lo más alegremente posible. Este año es el aniversario de sus cincuenta años de matrimonio. Sus bodas de oro. Yo estoy en un momento delicado, ya que no salgo, no voy a ninguna fiesta ni celebración, pero yo no soy ninguna víctima, prefiero una vida tranquila y de pura contemplación. Sin duda he tocado fondo, pero no puedo quejarme. Podría ser peor. Aunque estoy en el fondo de la cloaca quiero vivir. Quiero vivir porque la vida es lo que da sentido a nuestra mortandad. Mucha gente dice cuando alguien muere, que en paz descanse. Y yo pienso que no descansan. Porque la energía ni se crea ni se destruye, se trasforma. Este tópico me lo enseñaron en el colegio. Yo no pienso en morirme, aunque tenga verdaderos problemas serios. Mi vida ha dado un vuelco. No pretendo escribir y redundar en las mismas cosas. Tener cuarenta y ocho años después de pasar ocho años de matrimonio, me ha hecho volver a meter otra vez la pata. Tengo una pasión por vivir totalmente peligrosa. El peligro es un estado en acción del que no reparamos, sólo cuando lo intuimos y mi intuición es totalmente nula porque prefiere serlo. Prefiero no darme cuenta de cuestiones certeras. La vida, aunque precaria certeza, es también una fantasía que dialoga con la realidad. No hay nada como estar loco por vivir. Vivir la vida lo más peligrosamente posible y caerte para levantarte, te sacudes y sigues. Sigues en la brecha, pero no hay delirio ni locura tan interesadamente concluidas como una jugada a ciegas para gritar de alegría, gritar con alegría efervescente, fugazmente volatilizada.

Deja un comentario