
Se me diluyen las palabras en la desmemoria. Por eso, amigos, por eso, carezco de la oralidad porque mi memoria se evapora como un aguarrás de nadie que quiere ser y no puede. Confluyo la vergidesgracia del mal pensar, y por eso, amigos, por eso, me diluyo de efervescente coherencia y de lúcida palabra sagrada, que nos enseñaron los nombres que valen la pena leer. No es modestia. Yo soy un emisor de lo ya escrito. Tan solo interpreto versos que leí y releí, y que pobremente recuerdo. Amigo, Juan, tenme paciencia. Se me va la quijotería de remilgos tras asolapadas voces que interpreto en un solitario diálogo aunque sólo yo creo sea posible. Cuando se me olvidan las palabras que quiero decirte, se me olvida el oro de la alegría que quisiera compartir contigo, esta vez sí, en una verbigracia serena, locuaz. Tengo un momento de lucidez y tengo trece momentos de locura. Pero no me preocupan. Porque sé que tengo tu amiga mano, y tu comprensión, en los latidos enormes de tu corazón bombeante de sangre como vino que es hemogoblinamente río virtuoso y sosegada coherencia de cepa.
Carezco de oralidad, y de deleites de la lengua. Se me amontonan las palabras en las cosas que quisiera decirte y no puedo. Soy un Lázaro con mi ceguera tan a cuestas. Me emocionan las cosas sencillas. Quisiera emanciparme de buena y necesaria literatura. Como el pan del centeno, del trigo, o de la dicha. Porque con pan las cosas median con la palabra. Por que la palabra es pan y el pan es la primordial razón que nos reclama tres veces al día. Yo carezco de oralidad. Pero quisiera escribir maneras de vivir y conductas para aplicarme en el difícil ejercicicio de la vida. Soy un solitario. Pero siempre he creído en la sagrada compañía.