
Me quiero porque estoy enfermo de literatura. De la que leo y de la que escribo. Yo, que era un chico más de extrarradio, ahora estoy amarrado a las palabras. Tal vez sea porque nada más me crea esa parcela de entretenimiento. Estoy en un lugar donde viajo sentado en el sofá. Estoy en el lugar preciso en el momento adecuado. Cultura, sin imponerla con mano dura, es más necesario no obligar a los chicos que lean, que lo descubran por sí mismos. Al fin y al cabo rendirse ante las palabras es cuestión de actitud. De querer enfrascarse en una historia. De elegir, porque la lectura es elección. Pero escribir es aplicar un diálogo consigo mismo en busca de un lector. La literatura es un paso hacia delante siempre. Cuando se está embutido en una historia, desgranando paso a paso las respuestas de una buena historia que se va hilvanando como una madeja de hilo. Estar enfermo de literatura es buscar para encontrar. Es abandonarse en la dialéctica de ensoñación e imaginación que conlleva alternar la buena lectura repleta de lucidez y aprendizaje permanente. La sensibilidad y el buen hacer de un escritor se basa en lo que lee, pero también en lo que oye y ve. Hay historias en todas partes. Una buena historia se desnuda como una mujer entregada al arte amatorio. Es reencontrarse con el sentido de la imaginación mediante a las palabras. Un buen consejo es tener el criterio de abandonar un libro que no te llena. Hay libros difíciles. Yo soy de los que creen que no hay libros peligrosos, sino escritores con un equivocado criterio. Cuando estás sumergido en una historia, no es la misma cosa que escribirla naturalmente. Escribir es abandonarse a la verdad desde la ficción sugerente.