
Hay poemas que sólo se leen cuando los escribes. Porque duelen, porque te acercan a la tristeza. Esos poemas, por mucha vanidad que tengas, no podrás leerlos porque te hacen tanto daño y te mostrarás reacio a su lectura. Aunque el poema sea bueno, de los mejores que escribiste, pero te duelen. Te duelen tanto que no puedes releerlos. Los poemas que ya no conozco son aquellos que te llevan a la deriva del dolor y no quieres volverlos a recordar. Cuando te duele un poema es puro entre otros poemas. Por eso me cuesta tanto corregir los poemas que me hacen daño. Un poema puede ser una paliza propinada por tarugos y energúmenos. La lástima mía es no enfrentarme a lo ya escrito. Aunque haya destellos, resplandores, galaxias y constelaciones, luces en los umbrales de la inspiración. Relámpagos e imágenes maravillosas. No quiero enfrentarme a ese tipo de poemas, no, no puedo hacerlo. Es como estar con una mujer sombría que respira tanta melancolía que es la terrible víctima de su propio pensamiento. Todos tenemos poemas olvidados. Sólo los poetas cobardes y epígonos los recitan sin parar. Ellos sostienen la quimera del oro particularmente porque creen haber descubierto la luz y la belleza en cuatro versos presuntamente atiborrados de hermetismo. Los poetas no son la cura del mundo. Hay muchas clases de héroes, pero los poetas, en especial, no lo son. No lo son porque un poema no cura ningún mal. Un poema es espejismo, no obstante, tratan de escribir la resplandeciente metáfora que empacha.