
No se puede ser nadie, no se puede ser nadie, nada más que nadie. Ser lluvia que cae a la tierra y se convierte en lodo. No se puede ser nadie, nunca ser nadie. No se puede ser aire que pasa parsimonioso como un acompasado sollozo de aliento. Nunca jamás ser nadie. Como el agua ocre que corre repleta de barrosa, como la mala hierba que se arranca sin más. No ser nunca nadie. Es imposible. No ser nada más que nadie. Como un peregrino que no sabe dónde va. Como un perro de nadie, como un semidiós enfermo de nadie, como un presagio sin presentirse. No ser más nadie. Ser la hojarasca seca y arrinconada en el otoño más gris. No ser nunca nadie. Como un pasmarote, o como un simplón sin más, o como un pasmado personaje sin sustancia, que ni comete ni merece. No ser más nadie. Como un preludio sin decir nunca más nada, como una pregunta sin un respuesta coherente. No ser ni sentirse nadie. Como romper de un plumazo el aliento de un bostezo. Como un orgasmo a medias. Como un destino sin pena ni gloria. No ser nunca más nadie. Como un perdedor que amasija veinte dedos en dos puños cerrados. Como los vientos de los soplidos de cansancio y hartazgo. No ser jamás más que nadie. Como al que le quitan el alma que ha sido y no puede aunque quiera volver a serlo. O como al que le arrebatan la esperanza a desengaños, a mentiras, a tropiezos. No ser nunca más nadie, pero nadie, nadie, solamente eso. Como el que encuentra una derrota que no quiere ser suya de ninguna manera. Ser nadie. Como el que frecuenta el vacío de no ser más nadie que lo que se ignora. No ser nadie, nunca nadie. Como el desmayo que para nada sirve pero que te derrota de nadería. No ser más nadie, nunca más volver a ser nadie. Poco importa regresar a no serlo. Porque al ser nadie se es todas las cosas que aparentan ser nadies. Nadie.