Capplannetta, banca y usura

Los soliloquios de invierno son noches silenciosas que curan las heridas de los puteros, borrachos y esclavos del vicio. Ya no creo en el ciudadano mundano, ni en las tarjetas de gangrenadas infecciosas, ni en los bancos después de la pandemia. Empiezan fumando porros y terminan hipotecados. No hay compasión para los solitarios hombres de la agonía con tipos de interés. ¿Quienes son y por dónde vendrán los suspiros, la ansiedad y la desesperación? Por dónde va a ser, por la vía del hipócrita beso de mujeres que te doran la píldora donde la soledad se acomoda exhausta. Cuando pidas dinero a un banco no te olvides que los nombres se dicen sucios de patraña. Los números de teléfono se evaporan de llamadas perpetradas por la avaricia de los mediocres amantes del beneficio impío. Soy un poeta y nada más que eso. Pero las llamadas telefónicas, soberbias e impuestas ante las cuentas bancarias que tienen la mugre del suicidio moral de la baba del asco abusivo y en los perdigones de saliva que se estampan en los teléfonos móviles. Un poeta no tiene dinero. Porque está amarrado a las palabras. Siempre suplicando el auxilio de amigos buenos y la familia que te reprocha el aliento putrefacto de los hombres que poco les importa que ayunes mientras pagues. Te quitarán la demente idea de vivir felizmente. ¿La felicidad? Esa comida de domingo lentísimo que se repite aunque el dinero no se parece a los ajos. Soy una víctima del desasosiego, y aún tengo suerte, porque me persigno con la educación gallega de mis profesores de antaño. La nadería acuñada a la felicidad es una asquerosa plegaria que con amables palabras te muestran la puerta trasera. Siempre hay un loco que estafa a los dueños de la asfixia.

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