
Yo he sido un chico travieso y le he dado muchos disgustos a mis padres. Pero no tengo la conciencia limpia. La verdad, he sido golfo, pendenciero, y vicioso. Ya desde mi etapa escolar ya era un chico rebelde, por eso es que ahora no tengo credibilidad como poeta. Ni como poeta ni escritor. No hay culpables. Yo soy el único culpable de este estigma que me aparta de cualquier cosa que tenga que ver con el aprendizaje y el hecho de ser un hijo timorato. No me inmuto cuando escucho decir según qué cosas, aunque no me guste la gente que grita y pierde el control, porque yo el control lo he perdido demasiadas veces. El alcohol y las drogas me han creado el estigma en mi entorno que me desacredita en cualquier disciplina e intento de reinserción y ciertas motivaciones fuera de lo común. Soy un Caín que no mató a nadie, pero tengo la marca del designio y he estado muy cerca de la maldad verdadera. Aunque yo no sea malo, he sido problemático y rebelde. Dos cosas por las que la estigmatización me rompe el hecho de reinsertarme y me tengo que enfrentar a opiniones y comentarios que quitan descrédito a la labor que pretendo desempeñar. Nunca he sido un delator, no conocía el miedo, y ahora, justo ahora, me he convertido en una persona hogareña y nada tengo ya de lo que antes era. Tengo Paz, eso me basta.
Hoy he visto una película llamada Una Cierta Verdad que está rodada en la planta séptima del Hospital Taulí, y es verdaderamente dura de ver. Escuchar los gritos de las personas que si están viviendo su propia locura pone los pelos de punta. Sus gritos, de manera intermitente y duraderos, son el sufrimiento de la mente humana. A eso sí le tengo miedo, miedo no, terror. Porque la locura está a un paso que ni imaginamos que esté. Es el aliento en la nuca de la bestia. Hasta ese extremo yo aún por suerte no he llegado. Pero es deprimente y da verdadero horror tanta miseria y desequilibrio emocional. Yo puede que esté en tratamiento psiquiátrico, pero siguiendo ciertas pautas necesarias e importantes puedo seguir, peor o mejor, con una vida de equilibrio. El equilibrio del que hablo no es fácil, pero jamás haría daño a nadie siendo ahí donde radica el estigma social y cercano de los enfermos de la mente. Es precisamente una credibilidad que, volviendo a lo de antes, te desacredita como poeta, como escritor, como persona de bien, dicho de una manera simplona. Las personas de bien también tienen secretos que llevarse a la tumba. Todos tenemos nuestro lado oscuro. Al igual que hay un día claro, también hay una noche obscura. Sombra y luz. Somos luz siendo niños, pero en la edad adulta las sombras del pasado se hacen presentes como fantasmas que empatizan con el desequilibrio. Y todo resulta una angustia, una ansiedad, un síntoma desolador.