Capplannetta y el botiquín

Como tomé tantos analgésicos y ácido acetilsalicílico me hice inmune a las fiebres de noche en bata manta. Ando despacio por los desvanes del opio. Y me conformo entregarme a la anestesia general aunque después sude o vomite los restos de dormidera. Busco en habitaciones con eco la huella hereditaria del agua oxigenada. Que no me vengan con ansiolíticos y benzodiazepinas que luego desvarío entre el síndrome de abstinencia y las rayas de autopista. Azul, azul celeste es el Viagra de los pobres, y entre ellos un sol de Risperidona me llevan a la mazmorra oscura, o tal vez al cuarto para pensar, ya que en esta vida hay mucho en qué pensar. Alcohol para dormirme en los bordes de una cama. Antibióticos que ya no hacen nada y remedios caseros que son costumbre sesgada y repetida, ya que los hombres adultos no creemos en las princesas azules, ni en Blancanieves disfrazada de clorhidrato de cocaína. La serotonina no la toman ni los que les comió la lengua un gato. He aprendido a lamerme las heridas como un perro. Entre Tranxilium 50mg y unos cuantos Tranquimazines he aprendido a perder la histeria a favor de la calma con melancolía. En todas partes está escrito que el vademécum es más grueso que la Biblia y el Quijote juntos. Las vitaminas te dan vigor y el verse cachas te conduce a la vigorexia de los cabezas huecas. Dadme un poco de heroína y me haré picadillo entre la somnolencia y la lentitud del sedado hombre que susurra al jaco. Botiquín, señor de los remedios y artefacto necesario, como un calmante para la quijotera y sal de Andrews para la resaca del lunes hastío. El dolor se calma con química ¿y adónde iremos a parar? La felicidad es tóxica.