
Todo poeta se impregna de naturaleza. Allí en el huerto de mi padre, mientras mi padre labraba la tierra yo era íntimo amigo de lombrices, hormigas y babosas. Mi padre trabajaba la tierra, y yo, siendo un niño embelesado por la naturaleza, envuelto en árboles y arbustos era feliz, era mi ecosistema. A veces venía mi madre y nos daba bocadillos. Las tierras de ese huerto no eran de mi padre. En ellas había un circuito de motocross que mi padre lindaba con cañas. Mi madre estaba joven, y era una maravilla verla entre vegetales presencias, parecía una Eva rubia con sus juegos y su risa fresca. Mi padre como buen Adán cosechaba y cosechaba. Eran varios los frutos que la naturaleza le propinaba. Cuando había carreras mi padre renegaba, pues levantaban polvo y le estropeaban los tomates, las habichuelas y los pepinos. En la barraca donde guardaban los aparejos olía a sudor de hombre. De un hombre adulto. Cierto día mi padre mató una langosta, y yo la enterré en un erial del huerto y le puse una cruz amarrada con hojas de hierba. El huerto de mi padre era usado por conocidos para ver las carreras de manera gratuita. Cosa que a mi padre no comprendía después del enojo que cogía cada vez que había carrera. Lo mejor de todo era cuando asábamos carne en unas barbacoas hechas con ladrillos. Pasando por el pasadizo de tablas de madera me picó una avispa en el pie y mi padre me echó barro en la picadura. Decía que así se curaría antes. Al menos eso creía. Había misterios otorgados por la naturaleza moldeada por las manos de mi padre, era como un paraíso hermoso donde comprendí el curso de la vida sencilla. Mi padre cuando trabajaba la tierra respiraba fuerte y caían gotas de sudor que se mezclaban con la tierra húmeda. Comprendí muchas cosas en ese huerto, comprendí que había hombres curtidos por cada linde y cada acequia que trasladaba el agua como unas venas de sangre en el cuerpo de un hombre. Labraba, sembraba, regaba, y después cosechaba, esa era la ley de la vida, la vida donde reinaba solamente la naturaleza. Esa era la ley por la que algunos hombres son fulanos sin fruto, y otros menganos son fértiles que dan y dan sin pedir recompensa. Esos hombres y mujeres son los imprescindibles.