
Dicen que las águilas duran setenta años. Pero en el transcurso de esos setenta años, al llegar a los cuarenta, el pico y las garras son tan largas que apenas pueden cazar, ya que se les escapan las presas, incluso no pueden comer, debido a su pico largo. Las águilas entonces se retiran y comienzan un proceso de reclusión necesaria y se rompen las garras y el pico, y hasta que no les crece estas dos partes de su anatomía no salen a cazar. Ese momento es llamado como “la crisis del águila”. Esto mismo es lo que me ocurre a mí. No quiero decir con esto que sea un águila, pero estoy inmerso en una crisis existencial que me tiene recluido en casa hasta la recuperación de mi persona. Llevo ya largo tiempo recluido en mi nido esperando a recuperarme de mi crisis, que no es letal ni obligada, es simplemente necesaria para el transcurso de mi existencia. Hay momentos en la vida que tenemos que marcharnos al cementerio de elefantes para afrontar nuestra propia realidad. En la naturaleza están las claves que desembocan en el comportamiento humano. Es ahora cuando tengo que ponerme a dieta y pasar por un proceso de recuperación siguiendo unas pautas, que a veces no me resultan fáciles. Pero es lo que hay. Adoro vivir, pero aunque algunos se empeñen en culpar a los demás de sus desmanes y sus comportamientos, yo prefiero equipararme a los animales, o a los indígenas. En ellos está el abracadabra de lo que la civilización busca. Como reparar cuestiones ecológicas o de la vida en sí. Como bien dice la canción de Extremoduro: desde que tú no me quieres yo quiero a los animales, y al animal que más quiero es al buitre carroñero.