
Esto pretendía ser un poema en prosa, es más, tiene que ser un poema en prosa, un poema que diga que quiero mucho a mis padres, mis tíos, mis primos, mis hermanos y mis amigos. Os diré que nunca voy a entierros funerarios ni a hospitales. No lo puedo evitar, se abalanza contra mí una náusea indómita y terrible, y os aparto la mirada, sí. Patético incluso quisiera retenerla, pero la mirada es parte del pensamiento, y mi pensamiento es siempre un tiovivo en llamas. Se queman los caballitos, arden los cochecitos, y las sillitas son ascuas ardiendo. Tengo amigos que son más buenos que un dulce milhojas. Desde aquí les digo que los quiero, que no se preocupen por lo que me hago. Porque si me lo hago a mí mismo, ¿por qué me duele tanto que mi pensamiento haga daño? No hace daño el pensamiento, haces daño tú. Quisiera estar liberado de este sentimiento loco, que es mi fuga y mi partida, mi sístole y mi diástole, mi con pecado concebida, mi domingo trepidante, mi mini-bar en desuso, mi otro vocabulario, sin duda no valgo para tener pareja, lo subrayo con sangre de mi sangre. Soy como las olas del mar, incesantes y repetidas. No, no quiero molestar. Quiero morir sin locura, y me da miedo morir solo. Pero yo soy un muerto que ha fallecido millones de veces. Como un corazón de todos y de nadie, un ser que no es ni mucho ni nada. Me cansa hablar de mí. Si no hablara de este vacío mío que surge y resurge, os contaría como cazaba moscas en verano con las cortinas de casa de mis padres, pero no interesa ni una cosa ni la otra. Mejor hablar de otra cosa distinta. Mejor hablar de los grandes países sin ejército, países sin miedo.