
Hoy el cielo era un mercado ante una catástrofe, los árboles soportaban la cólera del viento, y un niño hermoso se ocupaba de llamar a los bostezos de la tarde que oscurecía como un hambriento fantasma de tinieblas. Los cuerpos gritaban de agonía, y la luz se retiraba destinada al ocaso de occidente. No quiero que padezcas la lisura del asco, un lastimoso pecado brota desde la ceguera del señor del pantano. Y una muñeca sin pierna y sin ojo derecho, sucia y mojada, espantaba a los pájaros en plaga, las muchedumbres enajenadas se cruzaban con ojos blancuzcos y se pedían el perdón de las iglesias en los sueños en vigilia. Una mandrágora de raíces y manglares se introducían en el óbito de una estrella, los hombres sumergidos se veían bellos en el légamo estancado en los garajes. La ciudad era fango y más fango que encaminaban las máquinas excavadoras con sus siniestras ganas de sacar el barro de las superficies pequeñas. No se me ocurrirá más decir que quiero irme, no sin deshojar los pétalos de las solitarias amapolas. He perdido el sentido de las cosquillas, y mi persona camina coja de soledad esperando el retorno de los autobuses con mujeres bonitas que vienen del centro de la villa. Me ocuparé personalmente que este noviembre huela a la Navidad de los leños, con su fuego que engulle y sopla calor desde el verano de la plegaria de Venus. No, no soy yo un hipócrita, tan sólo un hombre que inventó un semáforo sosegado, inventó también la suavidad de la ceniza, y la luz de los relámpagos que huyen de la eternidad. El mañana está cerca, sin embargo, no hay compañía para los que perdieron su corazón una noche enquistada en la tarde. Continuará…