Capplannetta y sus pobrecitos recuerdos

¿Por qué el olvido hace tanto ruido? ¿Porque el olvido no existe, quizá? Porque la llaga del recuerdo roza y duele cada vez que se toca, es como un estigma plagado de melancolía. A veces hay recuerdos que no te permiten llorar, pero duelen como flashes de luz tenue que se dibujan en aquello que te retrotrae, no me refiero a un souvenir de un viaje a Amsterdam, me refiero a esa pesada losa que portea nuestro corazón, como anzuelos que tratan de pescar nuestro corazón que es un pez escurridizo. No es fácil pescar el corazón y llevarlo a la cárcel del recuerdo, aunque no imposible. A veces, a modo de terapia, te dices: cuando tengas un recuerdo bueno de esta persona suplántalo por uno malo, pero te dices a ti mismo, ¿eso es resentimiento? ¿Se puede considerar como un salvavidas en los mares del norte? Yo me digo muchas veces lo de la canción del gran Bola de Nieve: pobrecitos mis recuerdos, ellos la buscan sin éxito, pero se ha pasado, me ha hecho parecer un cretino, y eso, un hombre como yo, no se lo puede permitir. Está bien hacerse el tonto unos meses, los primeros tal vez, y si me lo toleras, puedo ser un cretino cinco años, pero me canso de ese asunto que no lleva a ninguna parte. Pobrecitos mis recuerdos que se acuerdan demasiado de ti, yo les digo que se escondan, que no digan, que me acuerdo mucho de ti. Pero es imposible ya, es como perder la alegría, la felicidad agravándose en una depresión, porque sí, porque el recuerdo está ahí dispuesto a enseñarte la lengua. Y decirme que estás ahí, dispuesta para hacerme llorar o reír, pero prefieres no recordar nada, cuando llega el momento en que parece que todas las canciones hablen de ti. 

Capplannetta y el fragmento de un diario

Hoy el cielo era un mercado ante una catástrofe, los árboles soportaban la cólera del viento, y un niño hermoso se ocupaba de llamar a los bostezos de la tarde que oscurecía como un hambriento fantasma de tinieblas. Los cuerpos gritaban de agonía, y la luz se retiraba destinada al ocaso de occidente. No quiero que padezcas la lisura del asco, un lastimoso pecado brota desde la ceguera del señor del pantano. Y una muñeca sin pierna y sin ojo derecho, sucia y mojada, espantaba a los pájaros en plaga, las muchedumbres enajenadas se cruzaban con ojos blancuzcos y se pedían el perdón de las iglesias en los sueños en vigilia. Una mandrágora de raíces y manglares se introducían en el óbito de una estrella, los hombres sumergidos se veían bellos en el légamo estancado en los garajes. La ciudad era fango y más fango que encaminaban las máquinas excavadoras con sus siniestras ganas de sacar el barro de las superficies pequeñas. No se me ocurrirá más decir que quiero irme, no sin deshojar los pétalos de las solitarias amapolas. He perdido el sentido de las cosquillas, y mi persona camina coja de soledad esperando el retorno de los autobuses con mujeres bonitas que vienen del centro de la villa. Me ocuparé personalmente que este noviembre huela a la Navidad de los leños, con su fuego que engulle y sopla calor desde el verano de la plegaria de Venus. No, no soy yo un hipócrita, tan sólo un hombre que inventó un semáforo sosegado, inventó también la suavidad de la ceniza, y la luz de los relámpagos que huyen de la eternidad. El mañana está cerca, sin embargo, no hay compañía para los que perdieron su corazón una noche enquistada en la tarde. Continuará…