
Era un persona querida y a la vez trabajadora. Nos encontramos un día que venía de pedir por las casas para comer para él y sus hermanos. Eran los años 1987-1988. Me impresionó bastante que me dijera que venía de pedir para comer. Cargaba una botella de leche El Castillo y un paquete de galletas María. Me dijo que tenía que llevárselo a su familia; su padre, en paro y solía beber, su madre, atada a sus hijos, eran cinco criaturas contando con mi amigo. Le invité a comer a casa de mis padres, aceptó sin pensarlo, pero antes me dijo que lo esperara que le iba a dar lo reunido cuando había ido a pedir casa por casa, lo esperé. Él era conocido en el barrio, jugaba muy bien al balón, al rato vino respirando fuertemente pues venía sofocado, ya que había ido corriendo. De camino a mi casa nos encontramos con un cartonero que recogía cartones para ganar una miseria. Camilo se llamaba el hombre. Se puso a hablar con mi amigo, hablaron y se despidieron y fuimos camino a mi casa. Al llegar le pregunté a mi madre: -Mamá ¿puede quedarse mi amigo a comer en casa? Y mi madre dijo: Sí y yo le pregunté: ¿qué hay hoy de comer? Mi madre contestó: -Hay lentejas. Yo le pregunté a mi amigo: -¿Te gustan las lentejas? Y él me dijo que sí. No tenía opción. A nosotros no nos sobraba el dinero tampoco. Eran tiempos duros. La gente se buscaba la vida como podía. Nos sirvió mi madre la comida y los dos nos pusimos a comer. Yo le dije: -Come pan si quieres. Y se cortó un trozo de pan con el cuchillo. Comía con ganas, teníamos hambre los dos, yo pasé la mañana en el colegio, y mi amigo la había pasado pidiendo víveres para él, su madre y hermanos. Después de comer fuimos a jugar al balón, estuvimos un rato y yo me tenía que volver al colegio. Mi amigo decía que se iba a recoger chatarra con un amigo de su barrio, al parecer llevaban una carreta.
Pasó el tiempo. Y mi amigo no me saludaba. Yo pensaba que estaba ofendido por algo. Pero no, descubrí que no me saludaba porque le daba vergüenza. El que comiera en mi casa le hizo perderme la confianza, ya que había una línea invisible que nos separaba. Yo, a colegios de pago y comida caliente todos los días, él la mayor parte de los días no sabía si iba a comer ese día, y de ir al colegio ni pensarlo. No me saludaba por la línea, esa maldita línea divisoria entre su realidad y la mía. No me miraba, le daba vergüenza mirarme, mi presencia le molestaba, no me sentí ofendido, al principio me dio rabia, después sentí pena por él. No quería saber de mí por si yo iba contando la realidad de su día a día. No estaba escolarizado, tal vez sí, pero no iba. Cuando pasó el tiempo se lo recordé a mi madre, le dije: -Que mira lo que me ha pasado con mi amigo, que no me saluda, que no quiere cuentas conmigo, parece como si le diera vergüenza el haber venido a casa a comer. Yo entiendo a ese chaval, dijo mi madre. La necesidad que pasará la criatura. Y sus hermanos lo mismo.
Pasó el tiempo, y me armé de valor y fui a buscarlo a su casa, a ver qué pasaba. Cuando le golpeo en la puerta de su casa, sale su madre y me dice: -¿Qué quieres? ¿A quién buscas? Busco a su hijo José, y la madre me dijo: -José está en un reformatorio con sus hermanos, vino la asistenta social y se los llevó. Ahora el que sentía vergüenza era yo, yo por tenerlo todo, y ellos por no tener nada. Sentía vacío que en mi jovencísima experiencia no podía entender bien. Ahora no hay esas líneas pues tenemos la comida y la bebida diaria, nos podemos dar un capricho de vez en cuando. Con los años volví a ver a José, tenía coche y una familia. Me alegré.