Hace unos años, en un vuelo Lima-Madrid, después de dieciocho horas para embarcar, me embarqué solo en los asientos de la izquierda, de cara a la cabina, me senté y al rato, cuando el avión despegaba una chica joven del asiento de al lado lloraba y miraba unas fotos, la chica lloraba con un sentimiento muy profundo, se le caían lágrimas mezcladas con rímel de sus pestañas, con lo cuál, eran unas lágrimas negras, tal y como recordaba a la canción. Le pregunté: -¿Son tus hijos, verdad? Y me contestó un sí tremolante, y añadí: ¿qué edades tienen? Me dijo que el pequeño tenía un año y dos meses, y la niña mayor ocho años. Le di un pañuelo de papel para que se limpiara las lágrimas. Le volví a preguntar después de haberme dado las gracias: ¿vas a Madrid a trabajar? Y me contestó afirmativamente y añadió que iba a alojarse en una casa de su tía, me contó que la hija mayor iba al colegio italiano Antonio Raimondi; lo recuerdo porque he pasado por ese colegio desde un taxi. Cuando hablaba estaba totalmente compungida, su llanto se entremezclaba con suspiros y su propia voz, me dolía escucharla con ese sollozo y esa angustia, sin lugar a dudas era una madre, una buena madre, percibí. Traté de dormir, pero aún así, la escuchaba llorar respirando y llorando como una Magdalena, es injusta la vida. Vemos a esas mujeres, a esos hombres, y no nos preguntamos porqué emigraron de su país, algunos dejando a hijos, algunos dejando a familias, viven en soledad, tienen pocas horas de ocio, cuidan de nuestros ancianos, nuestros hijos, nosotros no somos culpables, pero así es el mundo, así es la vida, a veces somos como peces a los que sacan del agua y dan bocanadas sin fruto, bocanadas sin oxígeno, que no recuperan aliento hasta no volver al agua, a veces es lo contrario, gente que se ahoga en un mar de agua, la vida puede llevarnos a eso, a las últimas o penúltimas bocanadas. A intentar sobrevivir hasta las últimas consecuencias.